Perros de agua salada
- Giovanna Camacho Salaberry
- 8 oct 2017
- 2 Min. de lectura

Son cuatro.
Todos iguales.
Todos de un color medio amarillento, como el de los papeles viejos, con la panza de un color blanco igual al de los papeles nuevos.
Si vivieran en la ciudad podrían confundirse con los perros callejeros, esos que andan en cualquier esquina y te saludan de lo más panchos, pero como viven en una isla lo único que puedo adjudicarles es que son de agua salada.
Viven en el lugar en donde estoy trabajando hace cinco días, un camping encastrado en el lugar exacto donde el bosque forma un límite imaginario con la playa, no tan imaginario, porque justo hay un camino en el medio, que separa las carpas, en el bosque, de las áreas comunes, en la playa.
Estos cinco perros pasan todo el íntegro día debajo de algún escalón, buscando sombra, o en el medio del camino por donde yo tengo que pasar cada diez minutos para llegar desde el bar a la cocina, donde hay sombra, o bien debajo de una piedra que hay en la playa, que tiene una cara que, formando un ángulo recto con la arena, recibe una sombra misericordiosa.
Así están todo el día, y no sé cómo se llaman -en realidad sí- porque son todos iguales. Poco cambiaría con saberlo porque cada perro que conozco se llama perro o un nombre distinto cada vez que lo llamo.
La mayoría del tiempo uno se olvida que están ahí, bien porque duermen más tiempo que los koalas -pero en el medio del camino-, o bien porque se confunden con la arena que es del mismo color, pero se hacen sentir cuando aparecen extraños, como que desconfían y empiezan a ladrar, sea porque dicen los que saben que olfatean el miedo, decimos los que inventamos que pueden leer el aura, o sabrán ellos que el extraño no era tan extraño y alguna vez tomó represalias a raíz de algún ladrido que se repite cada vez que se encuentran.
El hecho es que los cuatro bichos, cuando ni la sombra de los escalones, ni la mitad de mi camino, ni el único resguardo a la sombra de la piedra son capaces de poner intermitencia al eterno verano, se van a la orilla del agua y se echan con la mitad del cuerpo adentro, como las señoras grandes que no si animan a meterse más allá de la rodilla, pero como no señora que no le va a pasar nada! y ahí no más pueden pasar horas, inmutables, pegando cada dos o tres un lengüetazo cuando la ola les rompe justo en el hocico.
Sólo parecen despertar de su letargo cuando todos duermen, menos los mosquitos, y ahí arrancan esa lucha inacabable de perros acachorrados que se muerden y se estrujan sin asunto aparente, y dura toda la noche, y llegas a pasar por al lado y no hay correte perro boludo que valga, porque arrancan su jornada, son perros de la noche y de agua salada.
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