A dedo -04- Indonesia
- giovanna camacho salaberry
- 24 nov 2017
- 8 Min. de lectura
Ismael es camionero.
Camionero en un camión cargado hasta la jeta de cervezas (Dios lo conserve).
Ismael nos levanta en la ruta después de quince minutos de estar esperando.
Nada mal.
Mientras nosotros subimos atolondradamente lo más rápido que podemos, primero bultos y después cuerpos, y nos sentamos educadamente como escolares el primer día de clases, afuera se desarrolla el siguiente cuadro:
Una camionetita que funciona como taxi público, y se encarga de ir subiendo y desparramando pasajeros medio cerca de donde corresponda, frena de golpe como frenan los policías en las películas de persecuciones delante del camión de Ismael, cortándole el paso y gritándole como un desconchado.
Ismael, primero con toda la calma del mundo y después con un tono más elevado le explica la situación, calculamos que lo está mandando a la mierda.
Como la discusión se produce en un idioma que no conocemos, deducimos que el taxista se enojó por perder un viaje que nunca iba a tener, y que de la mejor manera posible, Ismael intenta explicarle que nos está haciendo el favor de llevarnos, que además vamos lejos y que se deje de joder, carajo.
El otro tipo se va y nosotros empezamos el recorrido cuando afuera despunta un mediodía de esos en los que perfectamente se puede cocinar un huevo frito en la carretera.
Tenemos que intentar hacer como doscientos kilómetros, si queremos visitar un volcán mañana o pasado, y lo poco que logramos comunicarnos con Ismael ya nos deja contentos porque nos puede llevar durante unos ciento setenta y cinco. Redondito.
Ni bien subimos nos ofrece una botella de agua y algo para comer envuelto en una hoja de palma, que rechazamos porque adivinamos es su almuerzo.
El viaje se torna eterno, literalmente, porque como el camión va lleno Ismael no pasa de los treinta kilómetros por hora, y el estado de la ruta no ayuda en lo más mínimo. Además de que como no hablamos el mismo idioma y él casi nada de inglés, entre nosotros no hablamos ni español para no incomodarlo.
Entonces como para cortar el silencio que nos trae cabeceando, saco mi cuaderno de anotar todo en donde tengo escritas algunas frases en bahasa, y así nos enteramos que Ismael es papá de tres hijos, esposo de su mujer, y le podemos poner nombre a la ciudad en que vive.
Ya se pone más entretenida la cuestión, porque el diálogo se da en inglés, bahasa, algo de español y la mayor parte en lenguaje de señas, además que en la ruta vemos monitos que andan de lo más campantes rompiendo las pelotas, algo distinto, siempre vemos vacas.
Paramos en un supermercado y aprovechamos para hacer pichí.
Después de no adelantar casi nada paramos de nuevo, esta vez en la casa de una doña que aparentemente tiene un boliche, que aparentemente está cerrado, pero igual ella aparece y nos prepara café.
Ismael come su almuerzo; arroz hervido envuelto en una hoja de palma.
La doña se saca como diecisiete fotos con nosotros.
Estamos sospechando que somos lindos.
Pido permiso en una comisaría para entrar al baño.
Seguimos.
Vamos alrededor de cuatro horas de viaje, tres paradas (Ismael necesita un medicamento y para en una farmacia), y setenta y dos kilómetros, cuando nos avisa que tiene que parar una cuarta vez, en este caso por una hora, porque hace tanto calor y el asfalto está tan caliente que las ruedas pueden explotar y mamita querida.
Paramos en el medio de la nada, donde lo único que hay son dos casitas humildes, un enjambre de adolescentes que arman y desarman motos y un par de doñas sentadas a la sombra, y en donde se ve que nunca pasa nada interesante, ni siquiera un extranjero, porque ni bien bajamos del camión todos salen a ver qué puta.
Primero nos escrutan un rato largo, mudos, después van desnudando una sonrisa en cuotas como de bienvenida, y por último ya nos dicen con señas y con la mirada, vengan mijos, siéntense a la sombra que está bravísimo el sol.

Juro que estaban felices, no parecen, pero sí.
Acá viene la parte que terminamos todos sentados a la sombra, terminó la rueda de reconocimiento, tenemos un montón de tiempo para practicar las palabras que aprendimos durante el camino, y yo las aprovecho para pedir agua caliente.
La doña que aparenta ser la mayor nos trae con el agua, un plato con algo para comer, no tenemos la más pálida idea de qué es, pero lo encontramos muy parecido a un boñato hervido, y lo comemos sin vergüenza alguna porque está riquísimo.
Como en incontables ocasiones, el problema más grave al que nos somete la vida, es al de tener que explicar lo que es el mate.
Lo más fácil es invitar a que lo prueben, y siempre hay alguno que arriesga, o mejor, como ahora, hay uno que no sólo se arriesga, sino que lo toma con una sabiduría y un dominio de la situación como si se hubiera criado entre el paisanaje.


Llega la esposa del recientemente baqueano bebedor de mate, que habla un poco de inglés, nos cuenta que está embarazada, nos permite entrar al baño de su casa y encima nos ofrece un montón de veces un lugar también en su casa para dormir la siesta.
La famosa hora que se suponía íbamos a parar para enfriar las ruedas se convierte en toda una tarde de charlas, mates, chistes en tres idiomas y señas, y una interminable sesión de fotos.
A esta altura ya comprobamos que realmente somos lindos.
Ismael que estaba descansando aparece para avisar que nos vamos, nos despedimos con la última camada de fotos, nos abrazamos entre todos los presentes como de toda la vida, y nos llevamos un montón de recuerdos, todos lindos de esa familia que tuvimos por un rato, y una caja de masitas dulces que nos regala la embarazada para el viaje, hechas por ella.

Embarazada, angloparlante y cocinera de las mejores masitas con banana.
Tenemos el corazón contento, los bolsillos con más historias que antes y el culo chato, y al ritmo que vamos adoptamos la posibilidad de dormir en el pueblo al que va Ismael, porque todavía no hicimos ni la mitad del recorrido y ya es de noche.
Paramos por quinta vez, ahora parece que se quemó una lucecita de mierda pero re importante, y por lo que vemos hay que solucionarlo para poder seguir.
Imagino que nos vamos a quedar varados toda la noche, porque a la derecha -paradójicamente- hay algo como una central eléctrica gigante y a la izquierda, campo, campo y más campo.
Y otro campo.
No hay rastro a la vista de un taller que arregle lucecitas de mierda.
Imagino mal, porque parece que los camioneros son un estilo MacGyver, y andan preparados como para que llamar a alguien sea la última opción.
Ismael baja del camión, abre la puerta del acompañante, donde está Ale, saca una tapa de plástico de delante y descubre un tablero lleno de cablecitos, botones, palancas y chirimbolos te todo tipo y color, con ayuda de una tijera que hay tirada en el suelo saca un par de cositas chiquititas que para mí son todas iguales, y además hay un montón, y las sustituye por otro par nuevas, o no tanto, porque las encuentra en la guantera, entre un paquete de puchos, uno de galletitas y alguna quiniela vieja.
Perfecto.
Prende la famosa lucecita de mierda.
Pero no arranca el camión.
Así pasamos unos veinte minutos, nosotros como dos instrumentistas en plena neurocirugía, alcanzando herramientas, reales o improvisadas, Ismael sacando y poniendo y probando y vuelto a sacar y poner cositas de metal y plástico, al final me parece que hace titi biriti gota gotera, y creo que le emboca porque prenden todas las luces cual árbol de navidad y además también arranca el camión, que no es moco de pavo.
Agarramos una velocidad increíble, como diez kilómetros más de la media, parece hasta que vayamos a llegar hoy y todo. Pero no, porque tenemos hambre, y paramos a comer.
Llegamos a una estación de servicio, donde paran a comer sólo los camioneros, que se ve siempre son los mismos, como de la casa, y la mujer que cocina, que en realidad ya tiene todo pronto, nos hace servirnos a nosotros mismos como hacen todos y ni siquiera nos controla el plato.
Resulta que es común acá en Indonesia, hacer como un tenedor libre, pero no tan libre, porque uno va llenando el plato con las diferentes comidas y antes de poder comerlo hay que mostrarlo a quien corresponda porque cada pieza tiene un valor determinado.
El tema que es que la doña ni miró lo que teníamos, además nos trajo té helado y se sentó a descansar.
Comemos con miedo, porque el plato reboza de arroz, pollo frito, porotos, salsa de no se qué, pescado a la no se cual y otras delicadezas, y pensamos pagar la comida de Ismael como para retribuir de alguna manera su ayuda.
Nos va a costar un huevo.
Casi nos caemos de culo cuando la mujer nos dice que el precio de los tres platos desbordados con las tres bebidas, es menos de lo que pagamos habitualmente entre los dos cualquier plato más sencillo.
Seguimos.
Ismael no para de bostezar. Nosotros tampoco.
Buscamos en el mapa del teléfono la ciudad que sabemos va a tener lugares para poder dormir, así le podemos avisar a Ismael donde nos tenemos que bajar.
Transcurre una hora, nos vamos acercando al lugar y como dos viejas nerviosas vamos juntando las porquerías que fuimos desparramando en once horas de trayecto, parece que hace una semana vivimos acá adentro.
Que mate, paquetes de galletitas, botellas con agua, cuadernos, chancletas, lápices, la caja de masitas que nos regalaron, nos faltan calzones para convertirlo en hogar.
Veo que vamos entrando a la ciudad y le aviso con tiempo a Ismael que por ahí está bien.
Me dice que no.
Como no vamos tan rápido no me preocupo, además aprovechamos para relojear alojamientos.
Le digo de nuevo que estamos bien, que ya podemos bajar.
Me dice que no.
Así pasamos un buen rato, todavía no lloro porque el mapa me muestra que a doce kilómetros hay un pueblo, y por las dudas que Ismael no me esté entendiendo hago uso de mis facultades lingüísticas y le digo "sini", que en su idioma significa "acá".
Me dice que no.
Esperamos por última vez, no sabemos si seguir esperando o abandonar los bultos y saltar del camión en marcha y estrolarnos contra el pavimento.
Veo que vamos entrando al pueblito que antes vimos en el mapa, y que no debe ser tan difícil conseguir donde quedarnos o en su defecto el camión está yendo bastante despacio como para abrir la puerta y saltar, ahora.
Ismael para el camión.
Por fin.
Ale baja primero y yo le alcanzo las mochilas.
Agradecemos en todos los idiomas a Ismael por ser tan amoroso de ayudarnos tanto.
Bajo yo.
Ismael me dice "money".
Me quiero matar.
Nos queremos matar si en once horas no entendió que no era por plata la cuestión.
Ismael repite "money" y enseguida "money for food".
En el idioma que aprendimos de chicos significa plata, plata para comida.
Nos queremos matar por interpretar cualquier cosa.
Ismael nos está ofreciendo plata porque nosotros pagamos su comida.
Así que de nuevo le agradecemos enormemente, y tratamos de irnos cuanto antes, ahora para que no insista con darnos plata, y porque se duerme sentado y todavía le falta una hora de viaje.
Ismael no solo nos llevó sin obligación alguna en su camión, sin darse cuenta nos hizo conocer lugares y personas que no hubiéramos conocido de otra manera, sin darse cuenta nos hizo ver monos de carretera y aprender a hablar otro idioma.
Y nosotros sin darnos cuenta estamos en la calle principal, llena de lugares para dormir, de la ciudad más cercana al pueblo donde está el volcán que queremos ver mañana.
Redondito.













































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