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A dedo -02- Australia

  • giovanna camacho salaberry
  • 31 oct 2017
  • 4 Min. de lectura

Estábamos trabajando en una granja orgánica de cítricos en Mullumbimby.

Mullumbimby es un pueblito de tres mil habitantes hippies donde todo era encantador, las casas, los personajes, las tiendas de porquerías de segunda mano a las que le tengo pasión, las tiendas de cosas hechas a mano a las que le tengo pasión, las paredes decoradas con alguna pintura, el clima de veinticinco grados en pleno julio, todo era encantador.

Como tener que cruzar un arroyo en canoa si queríamos ir al supermercado.

Yendo a buscar harina.

Trabajamos en la granja cuatro horas al día, arreglando postes, haciendo canaletas, sacando yuyos y juntando troncos para que Matthew, el dueño del lugar y papá de dos niñas, nos cediera una habitación y tres comidas al día.

Ale terminando la canaleta que nos llevó tres días.

También compartimos casa con dos perros; uno muy viejo que se enloquecía y ladraba como enajenado si sentía algún animalito en el techo, y un cachorro tan hermoso como hincha pelotas que nos rasqueteaba la puerta cada madrugada para dormir con nosotros.

Uno de los habitantes, al otro día lo cruzamos vestido íntegramente de fucsia.

Habíamos acordado trabajar durante una semana, la siguiente cambiábamos de casa y en consecuencia de trabajo y ciudad, unos ciento cincuenta kilómetros al norte.

El último día averiguamos el medio de transporte más barato para llegar al nuevo destino y resulta que lo que tenía de encantador el pueblito de tres mil habitantes hippies lo tenía de inaccesible para el transporte público.

Levanté la mano para escupir la idea que venía masticando hace días; -nos vamos a dedo-.

No sé por qué a todos los australianos que le planteamos esa opción nos miraban con cara de haber visto al diablo y acto seguido argumentaban con una lista de aspectos negativos que siempre nos hacían desistir, para no romperles el corazón.

En realidad creo que todos habían visto la película Wolf Creek, en la que un viejo todo mal de la cabeza anda calzado hasta las bolas con armas y todo tipo de mecanismos para cagar matando mochileros que andan a dedo.

Ba-sa-da-en-he-chos-re-a-les.

Ahí decidimos que no íbamos a escuchar a nadie, que nos perdonaran pero no podíamos pagar no sé cuántos miles de millones de dólares en ómnibus, trenes y tanques de guerra para llegar a destino, y segundo, queríamos ver con nuestros propios ojos si era cierto que andaba el asesino y preguntarle qué problema tenía y si sabía quiénes éramos nosotros (¿?).

Entonces Matthew, que minutos antes había buscado en internet todas las opciones habidas y por haber, me trajo una caja, un marcador negro y otro celestito para que mi cartel que tenía que decir -BRISBANE- quede re top.

Al otro día nos levantamos temprano, Matthew dejó a las niñas en la escuela y nos llevó a un punto estratégico en la ruta.

Pelé el cartel.

(Más porque me había quedado precioso que por su funcionalidad).

Estuvimos como media hora intentando atajar a todos los que salían despacio de la rotonda.

Ni uno paró.

Caminamos hasta la ruta principal, al rayo del sol, los autos pasaban a 290 km/hr.

Una hora acá.

Café que te quiero tanto.

Estuvimos una hora como unos pelotudos.

Caminamos doscientos metros.

Para una camioneta.

Explicamos que queríamos ir a Brisbane pero que si él iba a un kilómetro y medio igual nos servía, no podíamos perder esa oportunidad.

La puta madre.

Iba a Brisbane.

Pero había un problema; la camioneta era de lo más moderna toda pituca pero muy chica, y para colmo con una sillita de niño en el asiento de atrás, y nosotros teníamos cuatro mochilas en total y una taza de café.

Nos llevó quince minutos estudiar todas las probabilidades de cómo guardar todo, sentarnos y que cerraran las puertas.

El conductor, que por el acento pensamos que era francés pero al final era brasilero (por suerte no tuvimos que explicarle dónde quedaba Uruguay), después de abrazarnos, llorar y hacer la danza de la lluvia para festejar que éramos todos sudamericanos, acomodó todo el bulterío heroicamente y arrancó.

Charla va, charla viene, comentamos que teníamos que tomar un ómnibus y después un tren porque íbamos a trabajar en donde el diablo perdió el poncho y más adelante perdió el sombrero, en Mooloolah Valley más precisamente.

Después de una hora y media de viaje, el tipo era tan un pedazo de pan que nos dejó en la terminal sólo para ayudarnos porque en realidad iba en otra dirección.

Consultamos carteles y deducimos qué ómnibus teníamos que tomar pero igual le preguntamos a una china que andaba a la vuelta para confirmar, y que por suerte tenía que tomar el mismo coche.

Subimos al ómnibus.

Tengo un billete de cincuenta dólares.

El chofer no tiene cambio (universal).

Con una mirada acordamos que le pago al bajar para darle tiempo a juntar un vueltito.

Nos sentamos.

Comemos pancitos rellenos que hicimos la noche anterior.

Relojeamos a la china para ver si con un gesto nos avisa donde nos tenemos que bajar.

No se puede comer arriba del ómnibus.

La china mueve la cabeza en señal de que todavía no.

La china mueve la cabeza en señal de que ahora sí.

Gracias china, te re amo.

Voy hacia el chofer a pagarle.

No me quiere cobrar.

Agradezco a los planetas. Agradezco al chofer, lo re amo.

Caminamos hasta la estación de trenes, que por suerte tiene una oficina donde sacar los pasajes y le pregunto ocho veces a la mujer dónde nos tenemos que bajar, y para colmo hay que cambiar de tren.

Por suerte en Australia los trenes tienen una pantallita en el vagón que te va avisando en cada parada, un amor.

Tomamos el tren, nos bajamos en otra estación y como teníamos tiempo aprontamos el mate y comimos pancitos rellenos a rolete porque en la estación se puede, carajo.

Llegó nuestro segundo tren.

Bien no má.

Apareció nuestro tren y en dos horas estábamos en Mooloolah Valley.

Último empujoncito.

Esperamos un rato en una plaza hasta que nos pasó a buscar Holly, la dueña de la casa donde íbamos a trabajar y pasar nuestra última semana en Oceanía.

Ale y el bulterío.

Al final ahorramos miles de millones de dólares, viajamos en tres medios de transporte distintos, comimos pancitos rellenos y no nos asesinó ningún viejo.

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