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Mi dólar de la suerte

  • giovanna camacho salaberry
  • 9 dic 2017
  • 5 Min. de lectura

Mi primer dólar de la suerte me lo dio mi mamá hace más de diez años.

(Parezco una veterana hablando de hace más de diez años pero es cierto).

Yo tendría trece o catorce y mi mamá me mandó al supermercado a comprar alguna cosa para poder cambiar tres dólares, como uno estaba hecho flecos no me lo aceptaron, me dijeron que en el Banco me lo cambiaban, entonces volví con lo que había comprado, el vuelto en pesos uruguayos y el dólar desmerecido, que se convirtió en mi dólar de la suerte porque mi mamá me dijo que si lo guardaba en la billetera nunca jamás me iba a faltar la plata.

Qué momento.

Nunca había tenido en mi billetera un billete extranjero.

Un billete nacional creo que tampoco.

Por lo menos que hubiera durado tanto.

Me dije a mi misma que iba a guardar ese billete por el resto de mi vida.

Y lo hubiera hecho, si no fuera porque con mis jóvenes trece o catorce años atravesé una crisis financiera bastante importante que me obligó a pasar un día cualquiera por el Banco antes de ir al liceo para cambiar mi dólar eterno de la suerte y comprar dos alfajores Portezuelo.

Triples.

De chocolate.

Con dulce de leche de verdad.

Después de ese episodio nunca jamás nadie me volvió a regalar un dólar de la suerte.

Hasta hace un año y siete meses.

Cuando mi mamá me regaló mi segundo dólar de la suerte.

Me lo dio unos días antes de dejar mi país y viajar a uno desconocido para trabajar, me lo dio para que nunca me faltara la plata.

Lo puse en la billetera, en un bolsillo que nunca uso por lo difícil que se torna meterle y sacarle cosas.

No lo volví a sacar hasta hace seis meses -en junio- cuando hice un ritual por el año nuevo de no se qué cosa, en donde tenía que escribir en un papel las cosas malas que quería que el año viejo se llevara para después tirarlo en una fogata y en otro papel escribir todas las cosas lindas que quería que el año nuevo me trajera para guardarlo en la billetera al lado de alguna plata que no estuviera dispuesta a tocar.

En estos seis meses cambié cinco veces el tipo de moneda que tuve que usar para comprar desde un pasaje en avión hasta un rollo suelto de papel higiénico, pero nunca tuve que usar dólares americanos, por lo tanto desconocí por un buen tiempo el valor de mi dólar de la suerte.

Hasta hace una semana.

Hace una semana que pisamos tierras camboyanas, en donde la moneda corriente es el dólar americano, o en su defecto el riel camboyano si se quiere comprar algo más chico como caramelos o un cepillo de dientes.

Principalmente un cepillo de dientes al comer muchos caramelos.

La cuestión es que hace una semana que manejamos dólares americanos como si fuéramos auténticos yanquis, y es todo tan barato que no puedo evitar pensar en cómo me puede ayudar mi dólar de la suerte si atravesara una crisis financiera.

Ojalá fueran dos alfajores Portezuelo triples de chocolate con dulce de leche de verdad, pero acá no existen.

Lo más parecido a un postre que puedo comprar por un dólar de la suerte son diez bananas bebé en el puerto.

O seis tortas fritas dulces con semillas de sésamo si el tren para un rato largo y te deja bajar a comprar el desayuno.

O dos baguettes con verduras, que en realidad también llevan carne, pero con carne valen un dólar de la suerte y medio.

O si hace mucho calor y la noche se presta puedo ir a la calle de la joda y comprar dos vasos de cerveza de barril, pero si voy al Templo Pub en la misma calle de la joda puedo comparar cuatro vasos de cerveza de barril, o una jarra de litro y medio y encima puedo jugar al pool gratis.

Si tengo que lavar ropa puedo lavar hasta un kilo, pero te la dan seca y con olor a perfume.

Si tenés hambre y es de noche te podés comprar fideos en un puesto de la calle en plena capital, con verduras, huevo frito y te dan vuelto, pero ni le digas al puestero que no le ponga picante porque le va a poner lo que se le antoje y justo se le va a antojar ponerle picante.

Si vas al templo más grande del mundo le podés comprar una postal al nene que se ríe si una china se tira un pedo ruidoso en medio de la multitud, pero si tenés dos dólares de la suerte le podés comprar diez. (Márketing).

Si ya saliste del templo te podés comprar un mango o una ananá, picados, en una bolsita.

Si andás en moto te podés comprar un litro de nafta, o un café, negro y sin azúcar.

O un paquete de toallitas húmedas para culos de bebé, que si te las pasás por la cara después de hacer dedo tres horas podés sacarte una carretilla de pedregullo, tierra de la orilla y hasta petróleo si sos perseverante.

En un restaurante también de la capital podés comprar un pan de ajo.

En el puesto de las musulmanas si es mediodía y tenés tres dólares de la suerte podés comer arroz con pollo con otra persona y te regalan sopas de abuela y té helado.

En la cafetería de la estación de trenes no te va a alcanzar para un café chico, pero en el puesto del que vende choclos te podés comprar un choclo, hervido o asado, con sal y manteca.

En el puesto de una mujer frente a la estación te podés comprar cuatro aguas frías de medio litro, pero en el que está frente a un museo te podés comprar dos, o un licuado de banana con leche en el puesto del costado.

En la calle de la joda te podés comprar una remera, y si caminas un poquito más te podés comprar un escorpión o una víbora o una tarántula peluda, asados, y te los podés comer.

Pero en el medio un travesti te puede hacer masajes, desconozco cuántos dólares de la suerte precisás si querés que te haga otra cosa.

Si cruzás a una isla paradisíaca hay un lugar en el que podés comprar un pancho, o una porción de papas fritas, o un shampoo de setenta mililitros solo si está en oferta.

En realidad debe haber una lista mucho más larga de cosas que comprar con un solo dólar de la suerte, pero todavía no hemos tenido la oportunidad de descubrirlas.

Pero hay una sola cosa que te aseguro que no podés comprar ni juntando todos los dólares de la suerte de todos los monederos de todas las veteranas de todo el universo, y es la sonrisa de los camboyanos, que para todo tienen una, para recibirte, para despedirte, para agradecerte, para venderte algo, para ayudarte, para que te corras en la calle porque te pasan por arriba, para prestarte su baño o decirte la hora.

Porque para todo te sonríen, es una cosa impresionante.

Mientras sigo descubriendo posibles adquisiciones con un dólar de la suerte, voy disfrutando esas sonrisas, que son contagiosas, y te obligan a devolver una, o un montón en el día, aunque sea mientras te estás corriendo para que no te pasen por arriba en la calle.

Mientras tanto mi dólar de la suerte va a seguir en el bolsillo infranqueable de mi billetera, al lado del papelito con todas las cosas lindas que quiero que el año nuevo de no sé qué, que termina en junio, esté dispuesto a traerme.


 
 
 

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