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A dedo -05- Indonesia

  • giovanna camacho salaberry
  • 29 dic 2017
  • 8 Min. de lectura

Queríamos salir de una ciudad bastante grande de Indonesia, haciendo dedo.

Pero era tan grande que que para llegar a la ruta principal tuvimos que caminar más de seis kilómetros.

Más de seis kilómetros al rayo del sol.

Pero no cualquier rayo de sol, un rayo especial, uno que se ensaña con vos y te ataca y te crema vivo, y te quiere convencer de que es mejor tomar un taxi.

Y te calienta el agua que llevás en una botella.

Y hace que te parezcan cuatrocientos sesenta kilos los dieciséis que llevás en la mochila de las espalda.

Más los cinco que llevás en la mochila de adelante.

Me da cuatrocientos sesenta y cinco.

No sé si alguna vez estuvimos tanto tiempo esperando que alguien se digne a llevarnos.

No sé si alguna vez cambiamos tantas veces el lugar estratégico donde estábamos parados mendigando transporte.

Tres veces para ser más precisos.

Pasa que hacer dedo en el medio de una ciudad superpoblada tiene sus desventajas; la gente pasa al lado tuyo jurando ser Marquitos Di Palma; la gente que pasa al lado tuyo jurando ser Marquitos Di Palma encima va hasta ahí no más; vos tenés que pararte en medio de calles y veredas y casas de gente y procurar que los Marquitos Di Palmas no te pasen por arriba.

Pero también tiene una ventaja; te puede pasar que algún alma caritativa vea tu transpiración y tu cara de sufrimiento desde lejos y se ponga una mano en el corazón.

Como el muchacho del camión que nos levantó. Y nos llevó atrás. Sentaditos en la zorra, recibiendo el aire fresco en la jeta.

Y te puede pasar que justo cuando el muchacho del camión te deja en el medio de otra ciudad te levante un muchacho macanudo en una camioneta con aire acondicionado y te lleve otro par de kilómetros.

Aunque sea un solo par.

La vida en el medio de las ciudades no es tan fácil, porque si querés seguir haciendo dedo a veces tenés que caminar un poco más.

Pero, te puede pasar que un tercer muchacho -macanudísimo- te suba a su auto en medio de una ciudad y te lleve más de cuarenta kilómetros, y encima conozca rutas alternativas para escapar del tráfico pesado y demores menos tiempo en recorrer esa distancia.

Y te puede pasar que mientras vayas recorriendo esos cuarenta kilómetros los paisajes sean una curva al lado de la otra entre terrazas de arroz.

Y te puede pasar que te parezca tan lindo el recorrido que no querés que se termine.

Pero si te pasa como a nosotros, que el tercer muchacho -macanudísimo- te deja en el medio de otra ciudad gigante, a las cuatro de la tarde y no has comido nada en todo el día, vas a querer parar a almorzar.

Así fue que de casualidad encontramos el boliche de una vieja que tiene la sopa de fideos más rica del universo.

Y así fue que paramos a almorzar a las cuatro de la tarde, y así fue que decidimos hacer dedo una vez más para intentar adelantar kilómetros, y decidimos que si nadie se tomaba la molestia de levantar a estos dos humildes cuerpos de buena familia, íbamos a buscar un lugar para pasar la noche, para seguir al otro día temprano.

Por suerte encontramos un boliche de una vieja con la sopa más rica del mundo sobre la misma ruta, y por suerte después de comer no tuvimos que estar más de cinco minutos haciendo señas porque en eso para un bigotudo y nos lleva en la caja de su camioneta.

No pudimos entender hasta dónde iba el bigotudo, pero como nuestra ruta era derecha decidimos avisarle que nos bajábamos si veíamos que doblaba, o tirarnos de la camioneta en marcha si veíamos que no nos entendía.

Nos tomó por sorpresa el bigotudo, porque después de treinta

minutos de viaje, para, se baja de la camioneta, rodea la caja hasta quedar frente a nosotros, se presenta como Kheroun, -profesor de inglés-, y nos ofrece dormir en su casa (gratis, o sea, reatzioná) por esa noche y llevarnos a la ruta al día siguiente.

Después del momento de shock que precede al instante exacto en el que un completo desconocido te invita a dormir a su casa, sin vaselina, y de analizar que muchas opciones no teníamos, le dijimos que si.

Lo peor que nos podía pasar era que fuera un asesino en serie, o un traficante de órganos por internet, nada del otro mundo.

El completo desconocido, que ahora pasa a llamarse -nuestro benefactor- emprende la marcha, desviándose completamente de nuestra ruta, transitando por caminos que el GPS no reconoce, atravesando calles desiertas, a veces sin asfaltar, a veces rodeadas por montes de palmeras, a veces por plantaciones de arroz.

En el camino intentamos encontrarle la explicación a tanta generosidad, y llegamos a la conclusión que -nuestro benefactor- era traficante de órganos o un descuartizador de mochileros por placer.

La cosa es que llegamos a la casa, nos recibió la esposa, una mujer musulmana, muy amorosa, con el hiyab que caracteriza a las mujeres de dicha religión, y tan chiquitita que se confundía con una muñeca rusa.

También conocimos a un par de amigos que justo andaban visitando la morada, y después de las presentaciones correspondientes del estilo; hola soy Raúl, Qué tal Raúl, somos unos vagabundos que acaban de juntar de la orilla, Encantado, Nosotros igual, nos sentamos a compartir un té.

Yo esperé que alguno de los presentes lo probara primero, para asegurarme que estuviera libre de tranquilizantes, por lo menos de efecto inmediato, pero a falta de conejillo de Indias y para no pecar de desperdiciadora decidí arriesgar mi vida.

Probé el té.

Estaba riquísimo.

Desde ese momento y hasta la hora de ir a dormir debo haber tomado un litro y medio.

Después nos mostraron nuestro cuarto, la habitación de una hija que estudiaba afuera, el baño, a nuestra disposición si queríamos ducharnos, o hacer pichí, o lo que sea que la gente haga en el baño.

Y enseguida los que eran conocidos empezaron a conversar por supuesto que de toda la vida, y los que andábamos de paso decidimos recorrer el barrio.

Nos encontramos arrastrando una procesión de niños curiosos que no pararon de sacarnos fotos, o de madres y abuelas curiosas que no pararon de sacarnos fotos con sus niños, y de gente invitándonos a dormir, y de gente que nunca había visto un extranjero.

Y éramos como el circo cuando llega después de un montón de tiempo a un pueblo, y no avisa por el parlante, entonces el pueblo se entera ni bien lo ve.

El barrio sale a recibir al circo.

Los cuerpos jugaban al fútbol hasta que pasaron dos caras raras.

Terminado nuestro periplo por las inmediaciones (visualizando posibles escapatorias en caso de que se confirmaran nuestras sospechas)y de las sesiones de fotos con bebés, viejas y mascotas, volvemos a nuestro hogar de una noche.

Al entrar a la casa, me encuentro de frente con -nuestro benefactor- apuntándome con un cuchillo y caminando hacia mi por el pasillo estrecho que une su cocina con su comedor.

Casi no tuve tiempo de empezar a rogarle por mi vida o de solicitarle un último deseo, que mi instinto de supervivencia me obligó a pegar mi espalda a la pared (como esquivando la puñalada, vio), dejando espacio suficiente para que -nuestro benefactor- siguiera de largo, perdonándome la vida a cambio de la de dos pollos flacos que en ese momento andaban como Pedro por su casa, y que ni pensaban que iban a convertirse en nuestra cena.

Cabe destacar que en Indonesia no existen los gallineros, los pollos deambulan por las calles, casas y comercios como si tal cosa, igual que los habitantes, y no sabría decir si todos pertenecen a todos, si tienen un nombre y vienen cuando le pegás el grito, o si uno se mete en tu casa ya marchó el vecino sin derecho a reclamar.

Se recomienda si sos pollo, gallina, gallo o cualquier derivado de los plumíferos, que si estás leyendo esto, y andás al garete por la calle, te hagas medio el pelotudo y sigas caminando como quien no quiere la cosa, ni se te ocurra entrar a abrir la boca a la casa de algún parroquiano si no querés terminar rodeado de arroz y salsas picantes en el medio de una fuente.

Dicho esto, y llevada a cabo la faena, seguimos compartiendo tazas de té, intercambiando las cuestiones más memorables de nuestra cultura, y redondeamos con una sesión de fotos, para la cual, Kheroun se tomó el trabajo de ponerse en cada uno de los dedos de la mano, un anillo con una piedra preciosa de aproximadamente cuatro kilos y medio cada una, y se aseguró de que ocuparan el primer plano de las fotos.

A todo esto seguían llegando vástagos procurando fotos.

No sé si pensaban que esa noche en una casa del barrio iba a dormir una pareja Hollywoodense o extraterrestres.

Vinieron de visita las niñas expresamente a sacar fotos.

Transcurrida la sesión fotográfica procedemos a cenar.

Los indonesios comen con la mano, y así como a nosotros nos parece insólito y hasta gracioso verlos acomodar puñaditos de arroz para llevarse a la boca con todos los dedos, a ellos les parece insólito y hasta gracioso vernos manejar tenedor y cuchara con tanta propiedad -olvidar por completo el cuchillo, ya es demasiado glamour-.

Quisimos ayudar a lavar los platos, para retribuir de alguna forma todas las atenciones, pero no lo permitieron bajo ninguna circunstancia, es una cultura donde todavía se considera que a la mujer le corresponden este tipo de actividades, y no hubo forma de explicarles que a nosotros no nos molestaba hacerlo. Como no hay forma de explicarles que somos una pareja que viaja sin haber contraído matrimonio.

En algunas ocasiones hemos tenido que decir lo contrario para que nos alquilen una habitación.

Después de una ducha a puro baldazo de agua fría por el lomo, nos despedimos y nos encerramos en la habitación.

Nos encerramos porque todavía no nos quedaba claro cuál era el objetivo del bigotudo, seguíamos a la expectativa de una muerte inminente, así que literalmente trancamos la puerta.

Pero en el cuarto había una ventana.

Una ventana abierta, sin tranca.

Una ventana abierta que daba a un pasillo, que daba al cuarto de rezar (musulmán el bigotudo), que a su vez daba al living y que nuestro benefactor podía atravesar de apenas un salto, portando el arma elegida para nuestro deceso, sin necesidad de hacer mucho esfuerzo.

Así que decidimos que la mejor manera de esperar nuestro último instante era dormidos, total, si nos había llegado la hora era porque ya habríamos hecho todo en la vida vio, y recordamos que por lo menos en las películas, si se logra burlar a la parca varias veces, la muy zorra te va a perseguir por el resto de tus días, la única forma de que deje de joder es ofrecerle un buen soborno, pero desconocemos cuál es la cantidad necesaria para que no piense que se le está faltando el respeto.

Al final dormimos toda la noche.

Hasta que a las siete de la mañana escuchamos una voz, y al ver una sombra bigotuda por la ventana del mal saltamos de la cama y nos preparamos para recibir el primer ataque.

La voz se pronunció para avisar que estaba listo el desayuno.

Comprobamos que teníamos todas las partes del cuerpo en el lugar, descartamos posibles cicatrices a la altura de los riñones, y nos sentamos a desayunar arroz con galletitas de arroz y té, y nos sacamos más fotos.

Kheroun nos apuró porque antes de llevarnos a la ruta nos quería mostrar la escuela al lado de su casa en donde da clases de inglés.

La familia de Kheroun al frente de la escuela.

Sentirse alto por un ratito.

Intentamos leer en bahasa.

Otra foto por si no quedaron las demás.

​En esa media hora de visita a la escuela y de sacar más fotos por las dudas que las anteriores no alcanzaran...aparecen unas vecinas a despedirnos, con sus bebés en brazos y demás hijitos revoloteando.

Momento exacto en que Ale bendice un bebé. (?

El chico de la izquierda es hijo de nuestros anfitriones.

Cargamos todo el bulterío a la camioneta, hicimos un viaje de quince minutos y llegamos a la ruta.

Le regalamos a nuestro benefactor, un llavero hecho con una piedra que juntamos en una playa de Australia, y creo que le gustó porque la comparaba con sus anillos, capaz creyó que tendría poderes.

Nos deslomamos agradeciendo tanta hospitalidad.

Prometimos volver.

Cuando nuestro benefactor se alejó por la carretera todavía saludando, caímos en la cuenta que ya estábamos a salvo.

Y nos dimos una trompada imaginaria a nosotros mismos, al ver que no nos estábamos resistiendo a la muerte, pero sí a recibir ayuda de alguien que no quería nada a cambio.

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