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A dedo -06- Indonesia

  • giovanna camacho salaberry
  • 19 mar 2018
  • 8 Min. de lectura

A las siete de la mañana nos despertó un grito entrando por la ventana del cuarto.

El grito que nos hizo darnos cuenta que si habíamos sobrevivido una noche en la casa de completos desconocidos que sin motivo nos ofrecieron hospedaje, era porque en realidad no era una familia de asesinos seriales en busca de carne extranjera, sino un puñado de personas dispuestas a ayudarnos.

En el grito se escuchaba que estaba el desayuno pronto.

Nuestro benefactor Kherun había prometido llevarnos a la ruta esa mañana para seguir viaje, y después de desayunar, visitar la escuela donde enseña inglés y despedirnos de familiares y vecinas con sus respectivas criaturas, cumplió.

El objetivo era recorrer quinientos kilómetros para tomar un avión, y para eso necesitábamos tiempo, las rutas en Indonesia son el peor enemigo del impaciente.

Teníamos tres días para llegar a dedo, o en su defecto tomar un ómnibus que es más seguro y efectivo pero no tiene magia.

A las ocho en punto estábamos paraditos al borde de la carretera, exponiendo nuestra mejor sonrisa, saludando, con las mochilas en primer plano para que alguien se apiade de este par de vagabundos.

Pero era domingo, y de toda esa cantidad incontable de vehículos que desfilaban ante nuestros ojos no paraba ni uno.

Pasa que el domingo es el domingo, de acá a Pando, y la gente sale a dar una vuelta, llena los asientos con parientes, los baúles con cajones de comida, los techos con mesas y sillas, las guanteras con papel higiénico, no podemos pretender que vayan a buscar un chinchorro para llevar dos desconocidos con su bulterío correspondiente.

Hasta que paró un camión, grande, lleno de ladrillos, ocupando todo el carril, haciendo esperar en una fila a la parentela dominguera que venía atrás, mientras nosotros como podíamos explicábamos a donde queríamos ir, cosa que que te lleva más tiempo de lo normal si camionero y vagabundo no comparten el mismo lenguaje.

Al final creímos entender que el tipo iba para el mismo lado pero unos cincuenta kilómetros -que no es una cifra menor- y nos trepamos a lo barra brava tirando las porquerías para adentro, esquivando los entes personales del muchacho de buen alma, porque los camioneros tienen eso de convertir la cabina en monoambiente y uno se tiene que sentar callado la boca con una cuerda de calzoncillos colgando arriba de la cabeza, apoyando los pies en botellas de agua vacía e intentando no apoyar el culo en algún táper con comida.

Todo iba viento en popa, o en realidad nos habría venido bien un poquito de viento, porque el camión, grande, lleno de ladrillos era demasiado lento. No es que uno se ponga exigente, pero iba gente caminando al costado que se adelantaba sin esfuerzo alguno.

De los repechos prefiero no emitir comentarios para no llorar.

La cuestión es que el hombre no hablaba una palabra de inglés, por lo que apenas intercambiamos nombres y procedencias, permaneciendo después en absoluto silencio.

En un par oportunidades, el muchacho de buen alma mantiene conversaciones telefónicas con sabe dios quién -problema de él, quién es uno para andar averiguando la vida de los demás-, pero paramos la oreja cuando dijo ¨bules¨,

-palabra que usan los indonesios para llamarnos a nosotros, los forasteros- y cuando dijo Uruguay, y ya cuando escuchamos ¨money¨ se nos cayeron las orejas y se nos alborotó la sangre y pensamos al mismo tiempo que dónde puta nos habíamos metido.

En eso el muchacho, se ve que notando nuestro nerviosismo, intenta explicarnos, en su idioma, como si fuéramos capaces de entender un lenguaje ajeno en cinco minutos sólo por estar cagados hasta las patas, de qué venía la conversación.

Por suerte existen traductores en internet, y después de un rato supimos que el camionero, en lugar de dejarnos en donde nosotros íbamos a bajar porque él seguía por otro camino, nos estaba proponiendo seguir por su lado unos veinte kilómetros más, y esperar tres horas a un colega suyo que iba a la misma ciudad que nosotros, Jakarta, de donde salía nuestro avión.

Tuvimos que decidir si rechazar la propuesta e intentar hacer dedo nuevamente, aunque ésto nos llevara más tiempo, o aceptarla, en el supuesto caso que el muchacho dijera la verdad, al otro día podíamos estar en Jakarta, tranquilos, con tiempo suficiente para recorrer la ciudad antes de subir al avión, o de última, si nos estaba mintiendo, esa misma noche podíamos estar en una comisaría denunciando a un camionero por habernos quitado todas nuestras cosas y habernos dejado en el medio de la nada, desnudos.

Tuvimos que decidirlo en diez minutos, porque justo estábamos llegando al cruce donde nos íbamos a bajar desde un principio, así que elegimos seguir con el muchacho, aclarando que si era por plata nos disculpara pero preferíamos no continuar, y siendo conscientes que a esa velocidad siempre podíamos saltar del camión en marcha y salir ilesos.

El camionero nos dijo como pudo que nos quedáramos tranquilos y no aceleró una mierda porque el pobre motor ya estaba agonizando, así que nos relajamos un poco y empezamos a vivir lo que realmente estaba pasando a nuestro alrededor; campos y campos de plantaciones de té, creciendo en hileras de un verde que desestresa, campos y campos de plantaciones de tabaco, -cosa que nunca habíamos visto- con hojas gigantes, rodeadas por montañas, porque a mediada que avanzábamos íbamos subiendo, y a lo lejos quedaban pueblitos que iban desapareciendo para dar lugar a los que nos abrían paso, con casitas con su gente secando el tabaco al sol, bandejas de tabaco en los patios, en los techos, en la orilla de la carretera, en todos lados.

Cada cosa que vimos supimos de qué se trataba porque el camionero se encargó de explicarlo en ese lenguaje que inventamos para nosotros tres y para ese momento, una mezcla de señas con dibujos con palabras inventadas que parecía conocíamos de hace años.

Incluso en un momento paró el camión, pensamos que tenía que hacer pichí o algo menos importante y le dimos a entender que no teníamos problema.

Había parado sólo para que pudiéramos sacar una foto de una vista hermosa que teníamos en ese punto.

Al mediodía llegamos.

El muchacho seguía su camino y nosotros teníamos que esperar tres horas a su colega para que nos llevara durante los cuatrocientos treinta interminables kilómetros que nos faltaban.

A esta altura, más que nos fueran a robar dejándonos en un descampado nos preocupaba que el segundo camionero llevara ladrillos.

Estábamos en una estación de servicio, mientras un muchacho muy joven limpiaba el camión que salía en tres horas con nosotros.

Cuando terminó, nos explicó que él no era el chofer, que todavía no había llegado que no se qué de la plata.

Volvimos a preocuparnos, dejamos en claro que no habíamos arreglado nada por dinero y nos fuimos a comer.

A la hora de salir, puntual, apareció el chofer, y nos llevamos una sorpresa bárbara cuando vimos que que el muchacho joven también viajaba con nosotros, ahí en la película de nuestra cabeza ya éramos dos contra dos, y el camión no llevaba ladrillos, se iba a complicar saltar en marcha.

A las tres de la tarde empezó el viaje.

Ale sentado en el asiento del medio entre los dos muchachos, y yo con las mochilas atrás de ellos, en la especie de cama que traen las cabinas.

No me podía quejar.

A las cuatro y media pinchamos una rueda.

Estuvimos una hora y media en el taller mientras la arreglaban, posando para las fotos de los mecánicos y sus correspondientes esposas, que eran tan macanudas que nos prestaron el baño.

A las siete de la tarde paramos en una estación de servicio para controlar la rueda que me parece venía jodiendo de nuevo y demoramos unos treinta minutos.

A las nueve paramos a cenar.

Era un boliche en el medio de la nada, donde ya tienen todo pronto y uno va echando en el plato cosas como patas de gallina hervidas, cabezas de pescado fritas entre otras delicias....por suerte siempre está la opción de comer arroz.

Alrededor se amontonaban un montón de hombres en las mesas, como borrachos trasnochadores pero tomando té helado -porque son musulmanes y tienen prohibido el alcohol-, que nos miraban con ojos desorbitados como si hubiera entrado un tatú mulita, mientras en la tele pasaban un programa de esos que la gente se apunta para cantar, y un jurado elige al que mejor canta y después la gente vota por teléfono al que le cayó más simpático y al final termina ganando alguno con una historia de vida muy fuerte que tal vez no cantaba tan lindo pero tiene una cara de bueno que dios se la conserve.

Por fin el chofer manejó cerca de cuatro horas sin parar y pudimos adelantar bastante.

Mientras, el muchacho muy joven mantenía una conversación bastante amena con Ale, y ahí nos enteramos que el va de acompañante en todos los viajes del camionero para limpiar el camión y de paso estar a disposición por si pasa algo.

También nos dice que a las dos de la mañana quieren parar para dormir cuatro horas.

Llegamos a una estación de servicio de esas para que estacionen los camiones, con apenas un quiosquito y un baño y tuvimos que sacar las mochilas de los asientos para que los muchachos pudieran dormir.

Eran las dos de la mañana y hacía frío.

Faltaban apenas cien kilómetros para llegar a Jakarta, y pasar la noche a la intemperie, sin abrigo, no era la mejor opción.

Les agradecimos enormemente por la ayuda, pero queríamos seguir viaje, pararnos abajo de un foco en la ruta y rogar porque uno de los tantos camiones que estaban pasando en ese momento fueran hasta Jakarta, pero de ninguna manera nos quisieron dejar ir, alegando que era de noche y peligroso.

Nos prometieron seguir a las seis de la mañana y tuvimos que aceptar, en parte para no romperles el corazón, porque estaban preocupados de verdad, realmente nos habían ayudado un montón.

Lo único que podía pasarnos era que se pusieran de acuerdo entre todos los camioneros que andaban a la vuelta para hacer realidad la película que se nos había hecho en la cabeza.

Enfilamos para el quiosquito que estaba bien iluminado, tenía mesas y además vendían café -un poroto para el quisquito-, nos tapamos con las toallas y empezamos la vigilia y la cacería de mosquitos.

A las seis en punto resucitaron los camioneros. Todos.

Algunos salían de ducharse, otros desayunaban y la mayoría se iba.

Nos llamaron los que nos llevaban a nosotros, acomodamos las cosas y el camión arrancó.

Nos pidieron perdón por habernos hecho esperarlos cuatro horas afuera, pero era porque no querían dejarnos ir de madrugada.

Visto y considerando que ningún camionero peludo, fornido, tatuado y con camisa escocesa quiso hacer uso de masa muscular ni de la organización con colegas para aprovecharse de dos bules desmerecidos cagados de frío, y que todo lo que nos habían dicho, desde el primer muchacho que nos llevó, hasta los dos con los que veníamos viajando, era pura y exclusivamente la verdad, descubrimos que otra vez habíamos sido presa de nuestra paranoia.

A las nueve de la mañana estábamos en Jakarta, con veinticuatro hermosas horas libres a nuestra disposición antes de dejar Indonesia.

Nos saludamos como de toda la vida, agradeciendo con el alma en la mano tanta generosidad e intercambiamos números de teléfono.

Después de siete meses seguimos en contacto.

Aunque por cuestiones técnicas de nuestros lenguajes no sepamos pronunciar bien nuestros nombres.

Otra vez no nos habían robado, ni pegado, ni descuartizado con una llave francesa.

Otra vez un grupo de personas nos había ayudado, otra vez sin pedir nada a cambio.

Otra vez desconfiamos, pero aún así nos arriesgamos a seguir, a merced de lo que pudiera pasar, en parte porque un ómnibus, o un hostel o un taxi tampoco nos da la certeza inexorable de que estamos a salvo.

En parte porque a pesar de las circunstancias, todos los probabilidades negativas surgieron siempre desde nuestra mente, porque si hubiésemos visto realmente el peligro como algo inminente, algo en nosotros, no sé qué, eso que te avisa que no podés seguir porque hay una amenaza real, nos habría pegado un tiquiñazo atrás de la oreja para que demos un paso al costado.

No es que queramos justificar nuestra paranoia, o quizá si.

Pero venimos condicionados con que en el mundo pasan cosas feas, y pasan, con que en el mundo hay gente mala, y la hay, pero también hay tantas cosas lindas, tanta gente que todavía confía en un desconocido, que lo ayuda porque lo puede hacer y no por lograr un beneficio.

Afortunadamente nos han pasado más cosas de las lindas que de las feas, y afortunadamente las feas no han sido tan graves.

Todavía podemos confiar.

Y gracias a eso hemos aprendido a ser más tolerantes y más abiertos con las diferencias de los demás, que al final nos terminan uniendo.

Y a ser más pacientes, a mirar un poquito más a nuestro alrededor y no tanto la hora.

*lo último por obligación viajando en un camión con ladrillos.

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