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A dedo -03- Indonesia

  • giovanna camacho salaberry
  • 11 nov 2017
  • 8 Min. de lectura

La idea era visitar el volcán Kawa Ijen.

Un volcán activo al oeste de Indonesia.

La idea.

Siempre tan perfectamente gestada en nuestra cabeza y tan improvisadamente reestructurada en la vida real.

Porque siempre tenemos el plan perfecto, pero no somos nosotros los que movemos los hilos.

El plan era llegar a la casa de Erva, nuestra Couchsurfing (persona que te permite dormir en su casa mediante arreglo previo por internet).

Salimos desde Ketapang, ciudad donde habíamos pasado la noche, hicimos siete kilómetros, necesitábamos internet para saber la dirección de la casa y acordar el horario de llegada con la dueña.

Aprovechamos para almorzar en un lugar con wifi, y después de un rato conseguimos la dirección.

Resulta que la dueña de casa es doctora y ese día estaba de guardia, demoraba en contestar.

Demoraba mucho.

Mientras, decidimos que dejábamos el bulterío, nos bañábamos, tomábamos mate y de tarde hacíamos dedo para visitar el volcán que estaba a cuarenta kilómetros.

Sólo lo decidimos, porque caía el atardecer y Erva todavía no nos avisaba a qué hora llegaba a la casa.

Seis de la tarde.

Fuimos igual.

No había nadie.

Buscamos otro lugar con internet para comunicarnos, gracias a la ayuda de dos muy amables muchachas encontramos un restaurante muy pipí cucú.

Compré un té.

Carísimo para ser un té, pero te lo traían en una taza de a litro acompañado de una galletita. Ojo.

Erva por fin contesta. Está rezando y dice que cuando termine aparece.

Es musulmana.

Rezan cinco veces al día.

Volvemos a la casa.

Se acerca una pareja de vecinos con su bebé a ofrecer ayuda, les explicamos que estábamos esperando a la doctora y después de conversar un rato les pedimos agua caliente.

Es de noche.

Esperamos afuera mientras tomamos mate y jugamos a la conga.

Llegó Erva.

Nos pusimos de acuerdo en ir al volcán al otro día porque ya era tarde para ir a dedo, pero nuestra anfitriona nos recontra asegura que hacer dedo a la noche en Indonesia es de lo más seguro.

Nos bañamos.

Erva nos convida con té y bananas.

Buscamos en el mapa del teléfono el camino, vemos que está cerca y deducimos que si caminamos un par de kilómetros, llegamos a la ruta principal y que algún alma caritativa nos va a levantar.

Once de la noche.

Empezamos la caminata.

Agradecemos que no hace tanto calor.

Paramos en un boliche a comprar algo para comer durante la noche, la gracia es que de madrugada se ven en el cráter unos fuegos azules que se forman por unos gases que tocan el oxígeno, una cosa así, y que es un fenómeno re loco que solo pasa en Islandia y en Indonesia. La otra gracia es ver el amanecer desde la altura.

Íbamos por una ruta preciosa, bien asfaltadita y bastante iluminada, que en un momento se transforma en un camino de piedras, desaparece todo rastro de iluminación, y los hoteles y edificios pasan a ser chocitas casi de cartón.

Y árboles, muchos árboles.

La única luz era la de una rimbombante luna llena y una linterna, de mierda.

En otro momento hubiéramos pensado que era muy romántico y qué lindo poder estar ahí, pero en ese momento pensábamos que si nos pasaba algo como un soponcio o una apendicitis nos encontraban en cuatrocientos años.

No había rastros de ningún ser viviente en varias cuadras a la redonda, por lo menos despierto.

Caminamos.

Nada.

Seguimos caminando.

Menos.

Nos dispusimos a analizar el GPS para ver qué puta, y descubrimos que habíamos puesto el recorrido para hacerlo caminando, no en vehículo, por lo que el teléfono nos mandó por un atajo.

Por eso el camino.

Un atajo de mierda.

Transpirábamos.

Transpirábamos mucho.

Una de la mañana.

Ya no podíamos cambiar la ruta.

Desistir no está en nuestros planes, nunca.

Seguimos caminando.

Diez kilómetros.

O más.

Llegamos a la ruta principal, al fin.

Nos sentamos en un montón de leña apilada en la orilla a descansar un rato y esperar que pase algún vehículo.

Seguíamos transpirando.

Seguíamos transpirando mucho.

A los diez minutos aparece un indonesio ofreciéndose a llevarnos en moto. Por plata por supuesto.

Preguntamos el precio.

Carísimo.

Se lo quisimos rebajar.

En Asia se acostumbra a rebajar los precios de todo, menos de la comida.

Transporte, ropa, hoteles, masajes, drogas, velorios. Todo. Cuando alguien te dice un precio ya se sabe que vale la mitad o menos.

Nos seguía pareciendo carísimo, le dijimos rotundamente que no.

Se fue.

Apareció de nuevo a los diez minutos, con otro muchacho, en una segunda moto.

Mientras tanto en la ruta seguía sin pasar un alma.

En Asia se acostumbra a que el servicio te lo ofrezcan hasta que lo aceptes por cansancio, o hasta que te enojes y te vayas.

Ahí ya estaba pesando bastante nuestro cansancio pero físico. Tras la insistencia de los motorizados, nuestra chaira, los autos que brillaban por su ausencia y los treinta kilómetros que faltaban, llegamos a un acuerdo.

Ellos nos dejaban en la base del volcán, y nos esperaban a que volviéramos para llevarnos al lugar donde íbamos a dormir, después del amanecer.

Ale y yo subimos como acompañantes, uno en cada moto.

El camino ahora era una ruta bien cuidada pero cada vez más empinado.

Empezó a hacer frío.

Cada vez más frío. Frío que ahora mojaba y se metía en la ropa y la piel y los huesos.

La única luz era ahora la de los focos de las motos, porque a la luna la tapaban los árboles que envolvían el camino y lo transformaban en jungla.

Yo veía que Ale venía atrás, más lejos, por el resplandor de su moto, pero cada tanto lo perdía porque lo escondía alguna curva.

Hasta que pasó un rato y yo no veía la luz.

Pasó otro rato y nada.

Nosotros no íbamos tan rápido, pero empecé a ponerme nerviosa cuando vi que seguíamos subiendo y no había rastros de los demás.

Le pedí al muchacho muy amablemente que pare por favor para esperarlos, mientras pensaba que el otro chico le había pegado un palo en la nuca a Ale y lo estaba escondiendo entre los matorrales para venir a buscarme, robarme las galletitas y el agua y mi bufanda de colores que es muy hermosa, pegarme un palo en la nuca, dejar mi cuerpo muy bien oculto entre la maleza e irse ambos como que acá no pasó nada.

Recién respiré como respira la gente cuando vi primero el resplandor y después el foco, y después el muerto con su asesino, en excelentes condiciones, pero cansados porque parece que la moto estaba tan desconchada que tenían que bajarse y empujar en los repechos.

Hicimos los últimos diez kilómetros.

Llegamos a la base.

Le pago al parroquiano lo que parecía habíamos acordado; la mitad del viaje en ese momento, la otra mitad cuando nos dejaran en la casa, y todos contentos.

Todos contentos si no fuera porque ambos conductores quedaron mirando ese cincuenta por ciento como quién ve una cucaracha voladora.

Me reclamaban la otra mitad.

Nosotros no sabíamos si nos estaban recontra estafando, o todo no había sido nada más que un mal entendido.

Resulta que el que arregló todo, hablaba inglés hasta por ahí no más, el otro nada, y yo en bahasa, el idioma de Indonesia, sólo sabía decir hola, pollo y gracias, no me pareció adecuado utilizar estas palabras para resolver la situación.

Interpreté que; o el hechor del hecho le dijo a su amigo que todo el viaje lo pagábamos en ese momento, o ninguno de los dos había entendido un carajo y me habían respondido a todo que sí, como yo le respondo a todo que sí cuando un angloparlante me habla sin pausa.

La situación se estaba acalorando, aparecieron como cuatro monos que andaban a la vuelta, no sé si amigos o simples defensores compatriotas al rescate.

Le explico al tipo por enésima vez el arreglo, el tipo me dice que le pague porque ellos se van a dormir, Ale me dice que le pague que ya está.

Con todo el gusto a impotencia en la garganta, le pago el total del viaje, los insulto en ocho idiomas incluyendo hola, pollo y gracias, y nos alejamos hacia volcán cruzando miradas bélicas.

Cuatro de la mañana.

Teníamos que subir tres kilómetros de montaña antes del amanecer para ver el fuego azul.

Subimos en tiempo récord, dejando el alma en la base, pero el bendito fuego azul brillaba por su ausencia. Ya era de día.

Volcán Kawa Ijen. Indonesia.

Cráter del volcán, con uno de los lagos más ácidos del planeta.

Hicimos cumbre.

Todos los pequeños imprevistos ocurridos durante el día (como presagiando una desgracia), no tuvieron la menor importancia cuando llegamos arriba.

Ver el amanecer desde la cima era como una madre diciéndonos que nos tranquilicemos que todo está bien.

Que miremos con los ojos de la cara y los del alma, ese sol que nos estaba esperando escondidito atrás de la montaña, el vientito leve dándole una patada en el culo al calor que nos atacó por subir casi corriendo el repecho.

Que prestemos atención al puntito negro que somos ante tanta grandeza natural.

Y que todo lo que habíamos pasado, no era nada más que un sorete al lado de lo que sufren los otros.

Porque lo paradójico de la cuestión, es que mientras nosotros caminamos como dieciséis kilómetros en total, primero por error y luego por el simple placer de ver al cielo pariendo al sol en lo alto, los otros, hacen los seis kilómetros cuesta arriba y cuesta abajo, todos los días. Sacan el azufre que produce el volcán en el cráter mientras respiran gases que son irrespirables incluso de costado y con máscara, para ponerlo en canastos y llevarlo abajo, para cobrar por kilo no una miseria, una tomada de pelo.

El humo se les mete en los pulmones y en los huesos y en el alma, porque lo hacen por los hijos, y los va matando despacio.

Suben y bajan, día tras día, subiendo cansados, bajando muertos en vida, una vida que les dura, con suerte, cuarenta y algún año.

Mientras se van deshaciendo, esquivando turistas que hacemos el mismo camino, quejándonos del calor, y arriba del frío, y del humo, cuando podemos estar durmiendo, pero elegimos -pasar todas esas penurias- porque queremos ver el amanecer, desde lo alto.

Amanecer en Kawa Ijen. Java.

Las fotos jamás hacen justicia a la realidad.

Cuando llegamos, Ale fue bordeando el cráter hasta desaparecer, literal, porque entre la gente lo perdí de vista.

Y había mucha gente.

Me senté en el suelo a mirar el lago que hay adentro del volcán, para que cuando volviera, tuviera que tropezar conmigo.

Pasaron un par de horas.

El viento era un hijo de puta.

Los trabajadores hormiguitas a lo lejos.

Hormiguitas negras que bajaban al cráter, respiraban veneno, sacaban azufre, lo llevaban tres kilómetros abajo para pesarlo y volvían.

Una y otra vez.

Todo ese laburo chino -o indonesio- para que después nosotros compremos unas barritas de mierda que se parten en dos a los treinta segundos porque tenemos el cuello duro de estar ocho horas sentados en una silla con respaldo.

Ah, mirá.

Lo amarillo es el azufre, y hasta ahí bajan los trabajadores para poder extraerlo.

Como no teníamos manera de comunicarnos y Ale no aparecía, lloré.

Lloré por las pelotudeces que nos habían pasado en el día.

Lloré de frío.

Lloré de viento.

Lloré por si Ale se había caído al cráter, y yo no había visto cómo el ácido del lago lo desintegraba y ahora iba a tener que volver sola, y encima declarar.

Lloré por todas las veces que tuve un trabajo de mierda.

Lloré por la gente que no podía llorar porque no tenía tiempo, estaba sacando azufre.

Pero sobre todo lloré porque estaba en el lugar al que había ido a ver el amanecer y no me estaba dando cuenta.

El frío de arriba es cruel. Muy cruel.

Entonces apareció Ale. Y nos abrazamos.

Y bajamos a la base.

Hicimos dedo.

Nos levantó una camioneta que nos dejó en el centro de la ciudad.

Caja de la camioneta que nos levantó.

Ese camino a las tres de la mañana, sin luz, no es lo más romántico.

Caminamos como fantasmas, con los ojos colorados, porque eran las nueve de la mañana y no habíamos dormido en más de veinticuatro horas.

Y teníamos hambre.

Y compré café.

Y llegamos a la casa después de caminar cuatro kilómetros.

Y Erva nos estaba esperando con el desayuno típico del país: arroz frito con verduras, huevo frito y picante. Mucho picante.

Y lo comimos tomando café.

Y agradecimos ser ese puntito negro en medio de tanta grandeza natural, que había estado presente en la mente de alguien como para preparar un desayuno.

Y nos bañamos, con agua fría y un balde.

Y dormimos hasta las séis de la tarde.

Se me acabó la lapicera.

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