De patriotismos desparramados
- giovanna camacho salaberry
- 13 oct 2017
- 2 Min. de lectura


Kuala Lumpur, Malasia.
El noventa y nueve coma nueve por ciento de mis conversaciones con desconocidos comienzan por preguntarnos mutuamente de donde somos, y acto seguido locutor e interlocutor intentamos recordar algún detalle, por más irrelevante que parezca,que demuestre nuestros conocimientos acerca de la mamá patria del recién conocido.
Algunos apenas pueden ubicar en el mapa el pichón de territorio que le corresponde a Uruguay en el globo terráqueo, me han dicho firmemente que está en Europa, África o alguno un poco más encaminado lo confunde con Paraguay.
La mayoría de éstas conversaciones -y tal vez el motivo para gestarlas- ocurren por culpa del mate.
Aquel que desconoce el ritual se acerca como bobeando a ver si puede averiguar con qué nos estamos drogando, y otro un poco menos drástico se siente atraído por nuestra curiosa manera de tomar ¨té verde¨.
Explicaciones nuestras de por medio hacen que los más curiosos se animen a probarlo, siempre dando un sólo sorbo y devolviéndolo enseguida al dueño, no sin antes pasar de segunda a tercera con la bombilla y de reproducir la cara de un niño pequeño al que obligaron a chupar un limón, o un mate.
Después ya están los simpatizantes del fútbol europeo que tienen casi tatuado en la nalga izquierda el nombre de Luis Suárez, otro con alguna que otra confusión geográfica pero no tan mal rumbeado nos puede llegar a adjudicar un Messi que no nos corresponde y nos pasó de un único y sorprendente caso de un -por lo visto cultivado futbolísticamente- joven indonesio que conocía el protagonismo de Recoba y Forlán.
Hasta ahí veníamos sacando la cuenta que, dejando de lado al opio de los pueblos, éramos, por lo menos en el sudeste de Asia, un país ignorado, desconocido, inexistente.
Para nuestra sorpresa, una noche que tomábamos una cerveza de la India en una vereda de Malasia, aparece de quién sabe dónde, un chico de éste último lugar, entonado en perfecto español, las estrofas -letra y música- de nuestro himno nacional, con exactamente la misma dedicación de un niño uruguayo en primer año de escuela, orgulloso porque lo acaba de aprender.
Acá los curiosos pasamos a ser nosotros, que enseguida empezamos el interrogatorio, que cómo lo conocía, dónde lo había aprendido y por qué es que lo recordaba, a lo que nuestro transeúnte malayo con patriotismo charrúa respondió que le gustaba porque era uno de los más largos, y girando ciento ochenta grados sobre su propio eje se fue cantando bajito que heroicos sabremos cumplir.
Cabe la aclaración que el tipo descubrió o supuso nuestra nacionalidad no porque estuviésemos envueltos en nuestro pabellón nacional, sino porque en la espalda de mi remera negra, en letras naranja, borroneadas y de tamaño irreconocible, decía Montevideo.
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